sábado, 17 de abril de 2010


Claro, me interesan los procesos de creación y
en ese sentido los procesos de Los Grandes:
Páez y García me llaman mucho.
Aquí nada más un fragmento de la entrevista
a Páez sobre "Rodolfo", unos de sus más recientes
discos

jueves, 8 de abril de 2010


Luego de la primera lectura que se armó en Morelia.
Ramón Mendez está al extremo derecho.

La entrada a la casa del poeta infrarrealista Ramón Mendez (que llegamos y no estaba aún). La pared avisa que se entrará
a un taller donde se hacen y remiendan versos. ¿Será?
Espero después escribir una crónica del viaje.

Considero que el artista debe tener compromisos sociales y políticos claros, y que éste
debería tender a la liberación. En este sentido Charly García muestra su enorme capacidad
no sólo como artista sino como banda al preocuparse por combatir la dictadura que vivió su país.
Porque claro, un poema o una canción no va a derrumbar un gobierno, pero sí puede
invitar a que pase

domingo, 28 de marzo de 2010

"Neveras verdes"
Ella estaba desnuda, en posición fetal; dentro de la nevera verde. Los ojos cerrados, manos enlazadas y la boca abierta, entre las rodillas su unicornio de peluche blanco. No pude contener la risa. Ella había sacado todos los alimentos de la nevera para hacer un camino desde la puerta de entrada hasta la cocina. Cuando llegué a la casa encontré en el suelo jitomates, varias hojas de lechuga, pedazos de bistec crudo; la carne en el suelo olía mal. No vi un huevo hasta que ya lo había pisado. Embarré la punta de mi zapato de yema.
Me quedé sentado, mirándola, detuve por un rato la puerta de la nevera verde con la mano derecha para que no se cerrara. Después volvió la risa, incontrolable, me levanté del suelo. El estómago me dolía de tanto reírme.
Pensé que iba a ser más difícil sacarla de la nevera y bastó con jalar de su cintura. Intenté desenlazar las manos pero no pude, las tenía completamente engarrotadas. La brillantina azul del unicornio daba destellos más fuertes, se había embarrado en mis dedos, también en el saco, y a ella una constelación de brillantina le marcaba el pecho.
Mi compañera tenía una expresión de placer incluso fuera de la nevera verde. Sus ojos estaban cerrados; las líneas del rabillo arrugadas se habían quedado así en un intento por no abrir los ojos. La boca, bonita boca, bellos labios ahora un tanto azules, separados con suavidad en un intento por demostrar placer. Los dedos de los pies: rígidos, las uñas moradas y el contorno blanco. De ese modo ella me gustaba más.


Era una situación absurda, cuando salí de la casa mi compañera estaba muy mal, la noticia de la mañana era que la empresa encargada de hacer las neveras verdes había quebrado.
Por un tiempo esas neveras fueron la sensación, casi todas las mujeres querían una así, era algo novedoso, pero después dejaron de gustar, de sorprender y ya nadie las compraba.
Se obsesionó. En cuanto salieron a la venta fue a comprar varias: una pequeña al estilo de un frigobar para el cuarto, otra para el estudio; una en el baño y la más grande en la cocina. Llegó un momento en el que tuvimos una habitación sólo para las neveras más chicas, casi hieleras.
Ella sentía que los cuadros de la casa, los floreros azules, las mandarinas, el amarillo con motitas cafés de los plátanos, el microondas, todo desviaba la atención de sus neveras verdes. “¡Incluso el olor!”, me gritó una vez cuando yo asaba unas salchichas. No quería que hubiera algo más que sus neveras verdes. Los fines de semana ella las movía de lugar, intentaba hacer esculturas acomodándolas de diferentes formas. Horas contemplándolas. A algunas les abría la puerta o las ponía de perfil para que se vieran mejor, decía. Luego llegaban sus amigas a platicar o jugar cartas, pero siempre en torno de sus neveras verdes. Todas la elogiaban, atrás habían quedado los perros pequeños y de raza cara, en algún armario los zapatos de diseñador. Sus amigas que también pasaban temporadas de delirio y locura habían sido superadas por la colección de neveras verdes que ella tenía.
Una ocasión, cuando quise escuchar música el estéreo no estaba en su lugar. Le pregunté dónde lo había dejado, pero ella no me contestó. Después de buscar en veintidós neveras di con él.
Ya las vitrinas y los muebles no tenían uso, todo lo encontraba en alguna nevera verde, el problema era dar de inmediato con el objeto que buscaba pues siempre movía las cosas de nevera “para que tengas más tiempo de admirarlas” me dijo en algún momento.
Nunca le pregunté la razón de fondo por la que hacía esas cosas; yo podía soportar, si estaba loca no era mi problema. A mi sólo me gustaba: delgada, de cabello ondulado; tenía un lunar diminuto en la mejilla izquierda; el tono de su piel: café suave. Y los hombros frágiles, delicados.
Ahora me obligaba a actuar, pero no sabía qué hacer con ella, al menos ya había dado el primer paso o eso creía: sacarla de la nevera verde.
Esa mañana comencé a trabajar tarde, pues para que me quedara ahí, con ella, se había desnudado. Sacó de una caja pequeña de madera su mariposa favorita. Yo estaba en la orilla de la cama, mirándolas; mi compañera acostada boca arriba, con las piernas juntas y los brazos extendidos.
Una vez más estábamos juntos en la cama, ella desnuda y yo sólo viéndola, así era siempre. La posibilidad de penetrarla estaba ahí, pero al final ella se negaba y yo tenía que conformarme con haberla observado.
“No mires las nubes de otoño”
Una mariposa grande entre sus muslos, en el sexo, y las antenas dibujaban la pelvis.
“Por qué”
“No mires las nubes de otoño”, ella volvió a decir. “Son de otro color, tal vez anaranjadas o cafés como mi piel, y no quiero que las mires”.
Claro, pensé, su cuerpo está tapizado de sus nubes imaginarias, desde los pies delgados y finos hasta la frente.
Y el sexo de colores, morado y verde y azul y negro.
Así era ella, de pronto decía cosas a las que no les encontraba sentido.
Su cabello ondulado daba la impresión de ser millones de suaves trazos dibujados a lápiz en la almohada beige. Esta vez, intenté acercarme a ella. Lo hice como un gato: poco a poco, me movía por la orilla de la cama, entonces mis brazos rozaron el contorno de sus muslos, sentí el calor de su piel alcanzar mis brazos fríos, después su cintura; el vientre, dejé mis manos apoyadas en el colchón y cerca de las costillas de ella. Respiraba tranquila, miré el movimiento de su pecho, un movimiento delicado, apenas perceptible. Su rostro no tenía expresión: la boca cerrada, los labios en espera y la mirada fija, nada más.
Le quité la mariposa de encima para dejar al tono de su piel el sexo. Ella me desvistió con sus largas manos.
Luego me guardé en ella por primera vez. Apretaba mi cintura con sus delgadas piernas; conteníamos el aliento unos segundos para después exhalar con fuerza. Su cálido aliento se estrellaba directamente en mi rostro para inundar mi nariz con un olor a paleta de frambuesa. Nos movíamos despacio. Acariciaba sus muslos con la punta de mis dedos. Ella giraba con suavidad su cadera. Le dibujé otros labios con el color de mi lengua. Me llenó los párpados de palabras claras y luces amarillas. Levanté la cabeza, se tensaron los músculos del cuello; sus piernas extendidas, la respiración cada vez más agitada; el aliento incontenible; su nariz fruncida y los dientes apretados y la boca abierta y sus manos en mi espalda y los movimientos rápidos y nuestra piel pegada por el sudor, contuvimos los últimos sonidos para hacerlos uno, extenso y fuerte. Y el silencio.
“Quédate un rato más dentro de mí” dijo al parpadear lentamente, mientras yo sacaba mi pene de su sexo. Volví a ella y puse mi cabeza en su hombro. “Así, una parte de tu cuerpo dentro del mío”
Me fui, pensé que no pasaría nada más, sólo la tristeza momentánea por las neveras verdes, porque con total seguridad, ella ya no sería la mujer atractiva entre sus amigas, pues la novedad ahora iba a ser de alguien más. La nueva colección de Gucci o la joyería de Di la Viestta. Y al volver encontré todo: el camino hecho por los alimentos, su cuerpo desnudo dentro de la nevera. Era absurdo su reclamo. Me daba mucha risa lo que había hecho.
Estábamos en el suelo de la cocina y yo sin saber qué hacer. Miré la hora, aún había tiempo para trabajar otro rato, tal vez así podría pensar un poco más en la situación. Tomé el unicornio blanco y fui a trabajar. Arriba del monociclo, con mi traje impecable; el zapato ya sin la yema del huevo, en una mano el unicornio y en la otra el alta voz, volví a pensar en las nubes de otoño, y también supe que si estaba loca debía importarme, pues ahora me afectaba más de lo que yo creía.
(Gerardo Grande)

lunes, 15 de marzo de 2010


Charly García en la voz y Fito Páez al teclado

viernes, 12 de marzo de 2010















En la "Brigada para leer en libertad". En la esquina izquierda el compa Mauricio López V. luego yo con la reva ´"Nostalgia del Pájaro Vagabundo" y al extremo derecho Ismael Colmenares.